EJERCICIOS DE MICROCRÍTICA

Verborrea sígnica, significaciones interconectadas, el texto como un mundo: el mundo como un texto.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Nombre común o nombre propio

Sin decir una palabra, los dos se levantan despacio de la roca y cogen sus fusiles. Y, tras intercambiarse una mirada, empiezan a andar delante de mí.

-Te debe parecer extraño que todavía tengamos que cargar con estos armatostes de hierro tan pesados, ¿verdad? –dice el alto volviéndose hacia mí-. No sirven para nada. Ni siquiera están cargados.
-Son sólo un signo –interviene el fornido sin mirarme-. Un signo de lo que hemos abandonado, de lo que hemos dejado atrás.
-Los símbolos son importantes –dice el alto-. Ya ves. Como da la casualidad de que tenemos fusiles, de que vestimos uniformes, aquí volvemos a desempeñar el papel de centinelas. Es nuestra función. Los símbolos nos conducen a eso.
-¿Tú tienes algo de esto? ¿Algo que pueda convertirse en un signo? –pregunta el fornido.
Sacudo la cabeza.
-No. No llevo nada. Lo único que llevo son recuerdos.
-Vaya –dice el fornido-. Conque recuerdos, ¿eh?
-No importa –dice el alto-. Los recuerdos pueden ser un gran símbolo. Claro que los recuerdos nunca sabes hasta cuándo vas a tenerlos, y tampoco, ya de por sí, lo sólidos que son.
-A ser posible, es mejor algo que tenga forma –dice el fornido-. Es más fácil de entender.
-Como un fusil –dice el alto-. Por cierto, ¿cómo te llamas?
-Kafka Tamura –respondo.
-Kafka Tamura –repiten los dos.
-¡Qué nombre tan raro! –dice el alto.
-¡Y qué lo digas! –dice el fornido.


El resto del camino lo recorremos en silencio.

Haruki Murakami, Kafka en la orilla (trad. Lourdes Porta), capítulo 43

Anclados en un nombre común, la palabra "centinela", los dos soldados de Kafka en la orilla, desaparecidos durante la Segunda Guerra Mundial pero milagrosamente aún vivos, persisten en una existencia simbólica, tomando el mismo signo como vivienda, la etiqueta como cimiento. Así es como actúa el sustantivo común: genera una categoría que iguala al raso a los diferentes especímenes que designa. En realidad, uno es alto, el otro fornido, pero ambos son centinelas, y así los categorizamos, prejuzgamos y asimilamos en nuestra mente.


En tiempos modernos hemos luchado por hacernos un nombre para incluirnos en una categoría: ejecutivo, catedrático, bombero. Entrar en el sustantivo común ha implicado lucha, deseo de progreso, rivalidad, competencia. Contra este poder del sustantivo común, la novela propone la potencialidad del nombre propio –Kafka Tamura, que podrá tener resonancias evidentes pero sigue siendo singular- como forma de empezar algo nuevo, un sistema de juicio más allá que el de la modernidad. La vacuidad que evoca todo nombre propio es el terreno donde cada persona puede realizarse de nuevo. Sigue siendo un símbolo, por supuesto, pero el sustantivo propio, intraducible, es un símbolo de carácter especial, pues su significado no es nunca automático ni procede de la convención, a diferencia del sustantivo común.


Cuando percibimos una persona a través de un nombre común (manchego, cuñado, taxista) la despojamos de toda la singularidad que el sujeto pueda tener, y prestamos atención a lo que ha llegado a ser a través de la oposición con el resto de seres. Cuando la percibimos a través de su nombre propio (Héctor, Noriko, Omar) hacemos fehaciente la singularidad que esa persona posee, singularidad que podemos empezar a construir nosotros mismos, sin oposición ni contraste posible con ninguna otra categoría o colectivo (a excepción, quizá, de una banalidad: la nacionalidad), usando o no los despojos del nombre común que la deconstrucción de su personalidad nos ha dejado. Decidiremos, entonces, si acoplarle o no un fusil al centinela, como sí eligieron los dos soldados del fragmento de Murakami. Tal vez sea lo más cómodo.

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